jueves, febrero 23, 2006

Mister Olimpia

Marito se muere de pena mientras espera que llegue su chica. Está parado frente al cine Pacífico, son casi las diez de la noche de un caluroso día de febrero. Marito lleva puesto un short azul ceñido a la altura de sus muslos y un polo blanco apretado, que dibujan los músculos de su pecho. No ha tenido tiempo para cambiarse después de abandonar el Universal Gym y tampoco ha dejado de pensar en ella.
Algunos hacen gestos cuando ven a Marito esperando a su chica, sentado en la grada del cine Pacífico. Miran los músculos de su antebrazo, sus pantorrillas, su corte de cabello. Marito tiene una cara muy seria que no cambia ni siquiera cuando la ve llegar. Tiene unos ojos achinados que le dan un aire de disciplina. Ya de por sí, Marito es un chico disciplinado que se pasó la mayor parte de su infancia luchando contra su propia inseguridad, convencido de que nadie lo iba a querer tal como era. Nadie iba a querer a un chico medio japonés con anemia.
Desde que era un flaco y debilucho chico de Pueblo Libre hasta que comenzó la secundaria y se convirtió en lo que es hoy, guiado por su obsesión de levantar mancuernas cada vez más pesadas, ha ido por la vida en busca de una chica que lo quiera. Por eso esta noche ha esperado tanto, con una sonrisa dibujada en sus labios. Marito ha esperado tanto que no le importaría verla llegar de la mano de otro con tal de verla.
Se habían conocido cuando él vivía en casa de sus padres, en Pueblo Libre. Ella era una chica de su barrio. A Marito le costó algunos cuantos meses preguntarle su nombre. No fue fácil hacerlo, ya que él no hablaba mucho con la gente de su barrio, con los chicos que lo habían visto convertirse en un enorme y musculoso instructor de gimnasio. Algunas tardes, Marito practicaba abdominales en el parque. Fue una de ésas tardes cuando se acercó a ella, nervioso, con un bividí blanco de donde sobresalían sus pectorales, y le preguntó la hora. Ella no era precisamente la chica más bonita del barrio, ni era la más deseada, pero cuando la gente se dio cuenta que salía con él, empezaron a silbarles y a gritarles cosas. La gente era cruel con Marito. Lo tildaban de monstruo, de fenómeno de circo. Le decían que Sarita no lo iba a querer porque era todo músculo y nada de cerebro, y ella era una chica inteligente que iba a la universidad y quería ser abogada. No secretaria, ni recepcionista, que era como la mayoría de chicas querían progresar en la vida, estudiando secretariado bilingüe, ella quería ser abogada, ella quería comerse al mundo. Y Marito, pobre de él, su máxima aspiración eran ser instructor en algún gran gimnasio, y su máximo sueño era convertirse en Mister Olimpia, como Arnold Schwarzenegger o Lou Ferrigno. Pero nada de eso iba a ser realidad si no tenía a una chica como Sarita a su lado. Nadie lo iba a querer excepto Sarita, que acariciaba sus músculos sin sentir asco, que le decía yo te quiero al oído.
Por eso esta tarde Marito entrenó en el Universal Gym, que es donde trabaja, se ha puesto su ropa para entrenar y ha pasado media hora haciendo flexiones dobles y otra media hora fortaleciendo sus pantorrillas. Luego ha levantado cuarenta kilos con cada brazo. Se ha metido al sauna, completamente desnudo, y se ha puesto a pensar en lo que debe hacer. Recordó una noche oscura en el parque donde se habían conocido, él estaba trastornado por algo que le había pasado, tal vez algún problema con alguien, y ella le decía al oído que nada importaba más que su propia felicidad. Marito pensó entonces que en aquella época ellos se amaban. Sarita lo amaba a pesar de su obsesión por el fisicoculturismo. Marito la amaba a pesar de sus kilos de más, de su indisciplina alimenticia, de su rutina carente de ejercicio, sus libros de leyes y sus problemas menstruales. Por eso eran una gran pareja.
Marito alquiló un departamento cerca de su nuevo trabajo en el Universal Gym de Camacho. Ella siguió en la universidad y siguió acumulando kilos de más. Conforme pasaron los años, la pasión en la vida de ellos fue disminuyendo. Enfrentaron la “crisis de los cinco años”, en los que cada uno se preguntó a dónde iba a parar la relación. Entonces Marito conoció a estas chicas en el Universal Gym. Todas eran chicas hermosas, vestían pequeños shorts y pequeños tops. A todas él les dio una rutina básica de ejercicios y un régimen alimenticio. Ellas reían y Marito también reía. Con el pasar de los días, Marito empezó a comparar a Sarita con sus alumnas del gimnasio y empezó a darse cuenta de muchas cosas. Insistió en que Sarita se pusiera a dieta y le compró mancuernas para que empezara a hacer ejercicio en casa. Marito le insistía en que ya era hora de empezar un cambio y Sarita nada más dejaba que él siguiese hablando, hablando y hablando.
Esta noche ella llega retrasada excusándose del tráfico que hay en Lima cada catorce de febrero. Se besan sin mucha pasión y ambos caminan de la mano por el parque Kennedy. Ella lleva una blusa color crema y un pantalón negro, ajustado, del que sobresale un bulto que parece ser su panza. Marito, en cambio, camina derecho sin poder ocultar cada músculo que se tensa. Ambos van con cara de estar desanimados. Se sientan en una banca del parque y contemplan a los jóvenes enamorados que se besan e intercambian regalos y globitos en forma de corazones. Sin pensarlo mucho, por sus cabezas pasan escenas de recuerdos todavía compartidos, y aunque tal vez ya no se quieran, Marito y Sarita se abrazan.

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